Crónicas

UN TIPO FUMANDO BAJO EL AGUA / Ariel Palacios
CARTA ABIERTA A REMO ANGELOZZI

El miércoles 7 de julio de 2010 falleció el cantor de tangos Remo Angelozzi, también conocido por su nombre artístico, Raúl Angeló. En la memoria queda el paso de un alcortense por el Conjunto Habana, y por orquestas como las de Luis Chera, Edgardo Donato y Osvaldo Tarantino. Pero también los ecos de una voz cuya virtud principal tal vez haya sido, y siga siendo, la de ponerle palabra y melodía a las penas, las broncas y los sueños nuestros de cada día. A nueve años de su muerte, lo recordamos con una carta abierta escrita de la emoción y, como en el tango, a pura luna y misterio.


Sr. Remo Angelozzi, o Raúl Angeló, o como quiera que quiera que lo llame:

Me dirijo a usted en horas en que la sorpresa va dando paso a la verdad y el frío corta como un cuchillito. No quise hacerlo antes por obvias razones: la lista de admiradores suyos es larga y no me pareció justo adelantarme a gente que sé lo acompañó por años, y ni qué hablar de su familia y amigos cercanos. Por eso vaya este saludo un poco tardío y algunas confesiones.

La primera vez que lo vi y oí fue hace casi treinta años en el viejo galpón de Mitre y las vías, mano oeste, donde por entonces las exposiciones comerciales e industriales convocaban a cientos y hoy, creo, se acopia soja. La memoria me trae a un hombre alto, que sube a un escenario ubicado al fondo del salón. El hombre, usted, viste un saco gris, empuña un micrófono y entona canciones al estilo de esos tipos que salen por la radio o aparecen en la tele en “Grandes valores del tango”.

Permítame que lo imagine entrando suave con aquello de “era más blanda que el agua/ que el agua blanda/ era más fresca que el río/ naranjo en flor”. Permítame que invente que lo escucho respirar la tensión del estribillo y arremeter diciendo que “primero hay que saber sufrir/ después amar/ después partir/ y al fin andar sin pensamiento”. Permítame que sea fiel a los aplausos, y a la noche que llega.

Si me banca otro rato, le cuento que ahora las imágenes se superponen, se confunden. Ha pasado algún tiempo y usted aparece en una reunión de amigos, en un patio de campo. Del cordero asado van quedando las sobras y ya suenan un par de guitarras. Me advierten que es tarde, que hay que ir a dormir, pero insisto y al final consigo ganar unos minutos y ligar un par de temas. Usted canta y entrevera historias “zafadas”, que la muchachada, bien masculina, festeja entre trago y trago.

Después, le pierdo el rastro. Sé de su persona por lo que se comenta de su persona, pero no recuerdo claramente lo que se cuchichea. Podría completar ese hueco mintiendo que alguien lo imita con voz grave, falseando las eses hasta volverlas casi un silbido. Podría escribir que hay un señor de mediana edad obsesionado con parecerse al “gran Remo”, y que para parecerse se entrena cantándole a un tarro de talco Veritas frente al espejo. Podría eso y mucho más, pero capaz no corresponda sincerar que lo dicho es lo verdadero.

Espero no se moleste si le comento que cuando llegaron los años de la adolescencia el tango pasó a un segundo plano. Tentaban más las violas distorsionadas que ciertos fraseos, incluso fraseos como los suyos a la hora de hablar de aquella otra “vieja viola garufera y vibradora/ de mis horas de parranda y copetín”. ¿Vio que me acuerdo? Ah, y también me acuerdo de esa noche de 1996, a lo sumo de 1997, en que usted volvió de algún lugar que no sé cuál e instaló su voz en la antología de los grandes insultos. La velada musical en la Sociedad Italiana venía bien hasta que los del dúo cantaron lo que cantaron y ahí nomás les pegó el grito. No viene a cuento la puteada que atronó en la sala, aunque tal vez sí su sonoridad: quien pueda oír que oiga.

Le confieso que para esas fechas a varios ya nos asaltaba la intriga de saber cómo era eso de formar parte de grandes orquestas, o de andar de gira por el cono sur y Centroamérica, o de compartir charla y pasiones con Roberto “Polaco” Goyeneche, Julio Sosa y tantos otros. Obviamente, nunca se lo preguntamos, y hasta se me hace que quedó pendiente una entrevista a fondo con usted. De cualquier manera, las anécdotas que desde hacía años circulaban por Alcorta iban edificando en torno suyo un personaje que seguro no lo incomodaba. Es más, casi que afirmo que lo divertía, y que arropaba una imagen al mismo tiempo que la delataba: la de un tipo fumando bajo el agua, más acá pero también más allá de lo que cierto conservadurismo pueblerino suele ofrecer por horizonte.

Asimismo quisiera aprovechar estas líneas para agradecerle los lindos momentos que pasamos allá por el 2001, con motivo de participar del primer “Arrabal Cultural”, una propuesta artística que convocó a gente que iba por la senda del periodismo y otra que venía por la de la música y el teatro. Usted, huelga remarcarlo, era el “plato fuerte” de la jornada, el “broche de oro”, para usar metáforas del manual de cualquier animador.

Hay alguna filmación que corrobora lo que digo, y que no me dejará mentir cuando futuras generaciones quieran saber cómo un cantor del siglo XX y parte del siglo XXI trabajaba la melodía sin sobresaltos, jugaba con los tiempos y los contratiempos del compás sin lastimarle las orejas a los que estaban en los asientos, y afinaba de la primera a la última nota sin dejar de sentir y transmitir los latidos de la canción, amén de responder a ese sello del tanguero con clase que es el de conservar el porte sin creérsela demasiado. Todo esto es lo que rubricó una temporada después, en 2002, en ocasión del musical “El grito de la tierra”, que lo tuvo como un invitado de lujo, ese que abría el espectáculo y que hacía que los que entrábamos después dejásemos a un lado los nervios y nos escondiéramos detrás de los telones para espiarlo.

No vaya a pensar, en virtud de lo expresado, que estas líneas intentan idealizarlo: nada más lejos de mis pretensiones. Usted, Remo Angelozzi, Raúl Angeló, o como quiera que quiera que lo llame, sabe defenderse solo. Caminó ciudades, hizo la suya, mintió y ganó y mintió y perdió, igual que el resto de nosotros, pobres mortales. Pero presiento que hay algo más, algo que usted, muy en el fondo de usted, también conoció. Si no es demasiada molestia, voy al poeta Juan Gelman, que escribió lo siguiente: “Es destino del intérprete vivir el vértigo de la fugacidad y su vacío. Las obras quedan, él no. Quién sabe qué fantasmas amargos lo visitan después de cada actuación. Con seguridad, sobre todo el de la muerte: la del Otro que fue un par de horas, la de la música del Otro que se enfría en los dedos o en la voz, toda esa muerte ajena de la que fue instrumento y lo deja cara a cara, desvalido, frente al espejo de la propia. Hacer eso cada noche es cuestión de coraje y no de vanidad”.

Sin más cierro esta carta, escrita sobre un fondo de tango. La última canción es una grabación en la que usted canta una letra de Homero Manzi. Si le parece espero la vuelta y subo el volumen: acaso quieran sus palabras parecerse a sus palabras, y volver a nombrarnos. Un gran saludo desde esta orilla del cosmos.



* Publicado en Revista Postales Nº 78, Alcorta, agosto 2010.
Imagen: Raúl Angeló junto a Ivana Fortunati, Raúl Gallardo, Jorge Pichi Cetta y Gerardo Quilici (Mayo 2008).



Ariel Palacios: Escritor y periodista nacido en Alcorta en 1973. Es licenciado en Comunicación Social (UNR, 2002). Colaboró con el Instituto Gino Germani (Facultad de Ciencias Sociales, UBA) en una investigación sobre el impacto de las políticas de los años 90 en los pueblos rurales de la pampa húmeda. Desde el año 1997 dirige la Revista Postales (Alcorta), y es redactor del periódico Prensa Regional. En televisión, obtuvo los premios ATVC 2001 y ASTC 2003 por "Audiencia debida. Crónicas del sur" (Cablevisión Alcorta / Sacks Paz Televisora); y el Premio Juana Manso 2011 por "Estación Sur", en las mismas emisoras. En 2003 publicó "Historias a campo traviesa. Sangre, soledades y fuegos en la Argentina rural" (Tropiya / UNR Editora) y en 2009 "Combatiendo al capital. Rucci, sindicatos y Triple A en el sur santafesino" (Editorial Municipal de Rosario), en co-autoría con Jorge Cadús.