Columnistas
CRÓNICAS DESDE EL AULA / Betty Jouvé
DE GUARDAPOLVOS Y ESCUELAS
María Beatriz Jouvé es maestra y escritora. Como docente, comenzó a trabajar en 1987, y desde entonces ha recorrido muchas aulas y patios de escuelas públicas, hasta recalar en la Escuela Provincial N° 150 Cristóbal Colón, de Rosario, donde trabaja como vicedirectora. Es autora de libros indispensables: "¿Se nace o se hace? Crónicas de una maestra", y "De guardapolvos y campanas", entre tantos escritos imprescindibles a la hora de pensar la realidad y los sueños paridos en los distintos ámbitos escolares. "Cuidadora de patios", como ella misma se define, su mirada siempre lúcida, profunda y crítica, nunca deja de lado la ternura.
NIÑOS
Conocí niños que soñaban futuros lejanos.
Niños que soñaban futuros cortitos.
Y niños que no soñaron nunca.
Conocí niñas de asistencia perfecta, envidia de Sarmiento, llegando mojadas los días de lluvia. Y también niños de un día sí, y cuatro no, que inventaban la semana de un día. Y a niñas de turno tarde porque a la mañana había que recuperar el sueño de la noche en carro.
Conocí niños alcanzados por las balas impunes en una esquina. Y también niñas de catorce, con sus pequeños hijos, que me transformaron por un rato en abuela.
Conocí niños que deambulaban por todos los salones. Y niños que me sacaron de quicio. Conocí niñas con trenzas perfectas y guardapolvo limpio, aunque en su casa faltaba el agua.
Conocí niños sufridores permanentes de dolor de muelas, buscadores de consuelo en la mano de la maestra.
Conocí niñas que se disfrazaban en los actos escolares, que recitaban poesías de memoria. Y niños que no escuchaban y silbaban cuando salía la bandera. Niños que formaban filas. Y niños que empujaban en la fila, pero que todavía estaban adentro de la escuela.
NOCHE
La monjita habló del infierno en la clase de religión. De los vericuetos que hizo la santa para no caer en el pecado. De los sacrificios que desde pequeña ofreció al Señor hasta el último día de su joven vida arrebatada a este mundo y a las tentaciones terrenas, para ocupar, de aquí en más y por siempre, el palco principal en el paraíso de los cielos.
Atrapados en el relato, los treinta y tres niños no escucharon la campana. La madre superiora se acercó al salón para ver que ocurría que no salían a la formación. Ante semejante escena, felicitó a la maestra monja y a todo el grupo. Como recompensa podrían llevar la virgencita a la casa durante todo el mes.
Es de noche y una nena tiene miedo.
Se apagaron los ruidos de sus bochincheras hermanas, quienes duermen.
Los restos de aquel relato danzan en sus sueños niños.
Faltan tres días para el domingo. Antes de la misa podrá confesarle al cura la trampa hecha a la amiga mientras jugaban a la escondida, el insulto a la hermana por la mañana, y ese dolor de panza inventado a la hora de la escuela.
Morirse así, en semejante estado de pecado sería una verdadera tragedia.
Llama a su madre, angustiada. La madre la consuela con la palabra: “Esos no son pecados mortales, son pequeños pecaditos que no ameritan más que un paso por el purgatorio”. Su mano segura acaricia cabeza y alma. Puede dormir tranquila, pero pide que por favor no apaguen la luz. Piensa, en su inocencia que la luz espantará a Satanás, en el caso que venga a buscarla.
Y mañana será otro día de escuela. La monjita la espera para seguir contando interesantes historias aleccionadoras, templadoras del carácter.
Con un poco de suerte, quizá le toque llevarse la virgencita que no la dejará caer en la tentación, librándola de todo mal.
LA ESCUELA ES UNA ARCOIRIS
Los tiempos se fueron volviendo extraños. Un gris oscuro empezó a rodear el viejo edificio, preanunciando el diluvio. El clima se había tornado caprichoso, ocasionando lluvias sólo en la escuela. Cosa de no creer, pero el sol podía brillar a pleno en el barrio y una vez traspasada la pesada puerta, empezaban los rayos y las centellas. Difícil explicar los hechos desde la lógica cartesiana.
Como siempre, ante lo desconocido, primero fue el rumor. En la sala de maestros, a la entrada y a la salida, no podían dejar de escucharse comentarios en voz baja. Y luego, el despliegue de una batería de estrategias para tratar de contrarrestarlo: bendecir el lugar, apelar a la aromaterapia, al incienso, a la cadena de oraciones. Velas no, dado que la población infantil y los elementos inflamables podrían transformar la lluvia en fuego, empeorando aún más la situación. Por eso, no se pasó de algún sahumerio colocado disimuladamente en algún rincón.
Ir a trabajar en esas condiciones se hacía sumamente difícil. Pero como pase lo que pase la escuela (así como el show) debe continuar, se siguieron sumando los días al calendario escolar. Y los chicos se habían ido acostumbrando.
En el marasmo del diluvio, un día salió el sol.
Fue el día que María Amaya aprendió a sumar y a restar. Frente a los ojos atónitos de su maestra, las cuentas le salieron. Y sin usar los dedos. Ante el hallazgo y para despejar la duda de una posible casualidad, la docente enseguida escribió otra cuenta más difícil sobre las hojas cuadriculadas del cuadernito gastado. Y otra, y otra. Hasta que finalmente se convenció: María Amaya había aprendido la suma y la resta con dificultad. Con doble dificultad, pensaba la maestra. La dificultad del sujeto de aprendizaje y la dificultad del objeto de estudio: unidades y decenas. Me llevo uno y le pido uno…Te doy y te pido, en ese doble juego estaban, mientras la lluvia seguía como todas las mañanas y las tardes del mes. Y de repente, la cuenta resuelta y el sol trepando por la ventana y el patio.
Sol más lluvia, unidades y decenas, resultado: un arco iris. La vida en la escuela es rara, se fueron pensando ese día, nena y maestra cada cual para su casa.
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Imagen: Prensa Regional